Una madrugada, tras haber asistido a un
concierto de Kiss, llena de
adrenalina y frenesí rockanrolero, escribí una columna citando al propio Paul Stanley sobre lo inspiradora que resulta
la vida cuando te decides a vivirla desde el descubrimiento y la búsqueda de tu
propia individualidad, sin dejarte arrastrar por rebaños mediocres ni consignas
ajenas. Casi, casi, un leitmotiv en mi blog.
Pero los que hoy me traen al teclado son los
mentores del concepto opuesto. Los que parecen nunca estar conformes con su
propia vida y desde su perpetua insatisfacción, pretenden darme clase a Mí y a
muchos más y me avisan que es hora que cambie mi forma de pensar y de actuar.
Las excusas que me dan son cuantiosas y
variadas: desde mis hábitos de vestir hasta mis gustos sexuales, desde mi
convicción de como una mujer puede dominar su entorno sin por eso renunciar al
cuidado de una familia, de cómo puedo rechazar envolverme en causas
reivindicativas sin por eso convertirme en cómplice de abusos. De cómo mis
fetiches suelen coincidir con fantasías masculinas (ah, esos machistas sin perdón que gustan de todo aquello que vuelve a
las mujeres más bellas y deseables) y mi utilización descarada y explícita
de todo recurso femenino para obtener lo que deseo, arrastrando hasta el subsuelo a la tan mentada y proclamada igualdad.
La mayoría de estos inspiradores del
desconfort suelen confesar historias pesadas de abusos, adicciones, conflictos
familiares u otro tipo de aberraciones que resultan un tentador currículum en
ciertos círculos que se presumen a sí mismos de vanguardia. Abunda por ahí algo
fuerte, denso, oscuro, que huele a podredumbre, a una tristeza existencial que
les quedó en el tintero y es evidente que no pueden digerir. Frente a un jardín
floreciente y fértil como el mío, solo atinan a tirar toda la mierda de sus
frustraciones. Mi invisible alambrado y el de tantos otros, los que decidimos
con firmeza defender nuestro modo de vida y los placeres inherentes que han
hecho de nuestra sexualidad un Edén de flores vivas y aromáticas, impide
cualquier contaminación por parte de estas modernas hidras del resentimiento y
el fracaso.
No existe código que castigue las relaciones
sexuales de alguna índole dentro de un dormitorio u hotel cuando participan dos
o más adultos libres. Esto, que parece tan obvio, es obvio. Si se detuvieran un minuto en reflexionar sobre esta
obviedad, se cuidarían un poco más de caer en el ridículo de promover la lucha
por el derecho de gozar sexualmente como a uno le plazca cuando nadie cuestiona
ni penaliza dicho derecho. Lo que sí puede llegar a ser penalizada es la
exhibición pública de la sexualidad. Pero claro que sin la exhibición pública,
el narcisismo de los candidatos a líderes de causas no podría expresarse. Y sin
la supuesta lucha, tampoco encontraría un lugar entre estos parásitos, la perpetua acusación hacia los que somos felices de la manera en que nos gusta, con
nuestros propios códigos y de acuerdo a nuestros valores.
Como considero que mi vida erótica es
buenísima, entonces escribo Esta
es mi historia, llevo una vida sexual activa que puede ser considerada hard o
extrema, pero soy feliz, a mi alrededor mucha gente es feliz y si te interesa
te puedo dar unas pistas. A lo mejor, terminamos caminando juntas como
sadonautas. Pero jamás me metería con la felicidad de una persona o
pareja que goce de otra forma. Mi libertad no es una neurosis activista
por encontrar cadenas ajenas y venderles las recetas para su liberación.
El goce sexual, hasta en la más
multitudinaria orgía, siempre es individual. Es una gloriosa sensación
emocional, física y mental. Pero no deja de ser íntima. Podemos intentar
comentarla pero nunca transmitirla por completo. Mucho menos, pretender
imponérsela a quien goza de otra forma o pretender enseñarla. Eso es resentimiento
ante el goce ajeno. Y el resentimiento
es la expresión más sutil del miedo. Tienen
miedo. Y su miedo personal y privado es una desgracia pública.