Una visión particular de Mario Vargas Llosa con respecto a los doscientos años de la muerte de Sade, que se conmemoran hoy.
El divino marqués de Sade en el museo
Donatien Alphonse François, marqués de Sade
(1740-1814), ha entrado en el panteón cultural de Francia por todo lo alto. Su
obra dejó de estar prohibida hace medio siglo, ha sido editada en tres
volúmenes por la más prestigiosa colección literaria, la Pléiade, y ahora el
Museo de Orsay le dedica una vasta exposición: Attaquer le soleil (Atacar
al sol). De este modo, la frivolidad del siglo en que vivimos -la civilización
del espectáculo- va a conseguir lo que no lograron gobiernos, policías y la
Iglesia, que a lo largo de dos siglos lo persiguieron con encarnizamiento:
acabar con la leyenda maldita que rodeaba al personaje y a sus libros y probar
que ni aquél ni éstos eran tan peligrosos ni malignos como se creía. Y que, a
fin de cuentas, aunque sus ideas resultaban, sin duda, bastante apocalípticas y
escabrosas, como escribidor era recurrente como un disco rayado y, pasados
algunos sobresaltos, generalmente aburrido.
Para disfrutar a Sade era indispensable la nerviosa
clandestinidad, procurarse esas ediciones de catacumba como las codiciables que
se exhiben en el Museo de Orsay, casi siempre con pies de imprenta falsificados
y que se salvaron de milagro de los secuestros e incineraciones, y sumergirse
en sus páginas con la sensación de estar transgrediendo una ley y cometiendo
pecado mortal. Como hoy en día Las 120 jornadas de Sodoma, Justine o
los infortunios de la virtud y Juliette o las prosperidades del vicio
se venden en las más respetables librerías y se pueden leer en todas las buenas
bibliotecas, su atractivo es bastante menor y, como ocurre siempre con la
literatura monotemática, tanta ferocidad recurre de tal modo en sus páginas que
deja de serlo y se vuelve juego, irrealidad. En la inmensa obra que escribió
hay, me parece, apenas una genialidad literaria: el breve Diálogo entre un
sacerdote y un moribundo, en el que luce un pensamiento condensado y firme,
sin las retóricas blasfemias y los morosos discursos exaltando las
depravaciones, la traición y los crímenes que entumecen sus otros libros, tanto
los históricos como los eróticos.
Para disfrutar a Sade era indispensable la nerviosa
clandestinidad.
La exposición del Museo de Orsay, excelente, tiene
como comisaria a Annie Le Brun, gran conocedora de Sade y autora de un sutil
ensayo sobre él, y muestra algo bastante obvio: que el sadismo no
lo inventó el divino marqués, pues la literatura y las artes plásticas ya
habían descrito la crueldad y la violencia sexual con imaginación, audacia y
belleza desde los tiempos más antiguos. Pero es verdad que probablemente ningún
artista, escritor ni filósofo fue tan lejos como él en la exploración de esas
profundidades humanas donde deseos e instintos entremezclados producen formas
indecibles del horror. Goya, naturalmente muy presente con grabados y pinturas
en esta muestra, lo sintetizó de manera luminosa en la leyenda de uno de sus
aguafuertes: "El sueño de la razón produce monstruos". Sade mostró en
sus novelas que los deseos sexuales, exonerados de todo freno, convierten al
ser humano en una máquina depredadora y carnicera y que una sociedad que los
dejara desplegarse con absoluta libertad podría llegar a acabar con toda forma
de vida en el planeta.
Esa aterradora utopía la defendió de manera teórica
en sus escritos literarios y filosóficos, en nombre de un individualismo sin
fronteras y un ateísmo apocalíptico, pero, en la vida real, sus excesos fueron,
en verdad, limitados, si se los compara con los de cualquier dictadorzuelo
tercermundista, no se diga un Hitler o un Stalin. La verdad es que se pasó
buena parte de su vida en cárceles y manicomios, o huyendo de sus
perseguidores, y que en su prontuario delictivo no hay un solo crimen, sólo
azotes a algunas prostitutas y, lo más grave, haber hecho tragar a otras unas
pastillas que producían cuescos, pestilencia que, por lo visto, lo inflamaba
hasta el delirio.
Lo que es una lástima es que no escribiera su
autobiografía, porque lo que sabemos de su vida, aunque no es mucho -su mejor
biografía la escribió Gilbert Lely, un compañero mío de la Radiotelevisión
Francesa, que, cuando no estudiaba al divino marqués, se ganaba la vida como
locutor-, revela a un aventurero de polendas. Estuvo dos veces condenado a
muerte y las dos se fugó de la cárcel, secuestrando, en una de ellas, de paso,
a su propia cuñada, que era monja. Cuando el pueblo de París asaltó la prisión
de la Bastilla, donde él estaba preso, exhortó a las masas revolucionarias,
desde un balcón, para que abrieran todas las rejas en nombre de la libertad. En
una de sus breves temporadas sin cautiverio, fue un activo revolucionario, pero
los jacobinos lo consideraron demasiado "moderado" y lo condenaron por
ello a la guillotina; lo salvó la oportuna muerte de Robespierre. Pero quizás
el período más extraordinario de su vida fue su encierro en el manicomio de
Charenton, donde escribió la mayor parte de sus libros y donde se dedicó a
montar representaciones teatrales de su invención con los locos como actores,
espectáculos que atraían, se dice, a las familias parisienses más ilustres.
Al malvado más famoso de la literatura nunca le
faltaron mujeres y, aunque fue un gordo fofo precoz, como sus horrendos personajes
libidinosos, los testimonios femeninos sobre él -salvo los de su esposa
legítima, Renée Pélagie de Montreuil, que lo mandó a la cárcel y al manicomio
cuantas veces pudo- hablan de un hombre encantador, refinado y elegante en su
trato y de una galantería irresistible con las damas. Siempre se declaró un
pacifista y, el colmo de los colmos, hasta escribió un manifiesto contra la
pena de muerte.
Como todos los grandes escritores malditos, Sade
despertó siempre pasiones, tanto en sus admiradores como en sus detractores. La
muestra del Museo de Orsay da cuenta sobre todo de los primeros, y, entre
ellos, principalmente de los surrealistas que le hicieron homenajes, algunos
deslumbrantes, como el retrato imaginario de Man Ray, de 1938, o las obras
inspiradas en él de Hans Bellmer. Más aún que la literatura, la pintura y el
cine modernos delatan resabios sadianos, por lo menos en la selección de obras
de la exposición. Entre las películas son sin duda las de Buñuel las que
parecen más directamente inspiradas en las propensiones del divino marqués,
sobre todo en las escenas perversas de Él, con Arturo de Córdova, que
reciben al visitante en la entrada de la exposición. Quizás lo que falte en ella sea una mayor presencia
de Freud, quien, no como literato ni artista, sino como psicólogo se adentró
por las mismas cavernas de la intimidad humana que Sade y dio una explicación
racional totalizadora a lo que el divino marqués conoció a través de la
intuición, sus propios fantasmas y la imaginación, la existencia de esa
violencia empozada en el fondo irracional de la persona humana, que encuentra
en el sexo una vía privilegiada de expresión, algo que la civilización modera
luego en formas más benignas, creativas en vez de destructivas, aunque sin
erradicarla nunca del todo. Lo que significa que, como ha ocurrido y sigue
ocurriendo en medio de las sociedades más avanzadas, la violencia estalla a
menudo de manera incontenible, no sólo a través del deseo individual ciego,
también en todas las formas colectivas posibles del fanatismo, desde el
religioso hasta el político y el ideológico. Paradójicamente, el terrorismo que
en nuestros días vuelve a hacer de las suyas por el globo, aunque los
terroristas no lo sepan, es el mayor homenaje que rinde nuestra época al divino
marqués, al que, aunque había pedido ser enterrado en una tumba laica y sin
nombre, se le hicieron honras fúnebres muy católicas en el manicomio de
Charenton, donde murió, apaciblemente, a sus 74 años de edad.
Mario Vargas Llosa.
http://www.lanacion.com.ar/1740810-el-divino-marques-de-sade-en-el-museo