Desde el siglo pasado y no por casualidad, las historias infantiles con protagonistas mujeres relatan los injustos sufrimientos de bellas pero asexuadas princesas encarceladas en castillos con madrastras, palacios con príncipes distraídos o calabozos con brujas sádicas. Esas historias llevadas a la pantalla por Disney, fueron taquilleras como pocas: ahí están todavía presentes con total vigencia Blancanieves, Cenicienta y Aurora. Pero ya a comienzos de los años noventa fue primero Bella y luego Jasmine las que quebraron con esos cánones de princesas, siguiendo luego con Mulan, Tiana, Rapunzel y Merida.
Pero quiero concentrarme en Jasmine, mi favorita, una de las que no es redimida por ningún príncipe al final de la película. No sólo eso: es esta audaz princesa árabe, que tiene un tigre por mascota, la que sale por sí misma a forjar su propio destino, rechazando las imposiciones sociales que el sultanato pretende imponerle. Y no conforme aún con esa revolución, es ella quien redime a un simple pero valiente chico de la calle y lo convierte en príncipe de Akraba.
Ninguna madrastra, cuñada, hermanastra, mal candidato o bruja envidiosa obliga a Jasmine a permanecer oculta, sometida o prisionera de algún encanto. Ella, por el contrario, es libre y, por su propia decisión, rechaza las lisonjas, afirma su propia voluntad, utiliza sabiamente sus encantos y transforma a un muchacho, que no tiene más recursos que su valor e ingenio, en el héroe que arriesgará su vida por ella. Ella domina la acción, de principio a fin. Aladdin en cambio, por momentos parece enloquecer, se atonta, va y viene cuestionándose hasta finalmente entregarse porque a lo largo de la historia ella va dejando de ser su conquista o su fantasía para ser la llave del cofre de su felicidad.
Para Aladdin, el poder que le otorga el genio al transformarlo en príncipe deja de ser un objetivo de supervivencia para mutar en deseo amoroso. Pero ninguno de los deseos que Aladdin podría reclamar del genio le resultarían útiles para alcanzar la felicidad. El genio es quien tiene los poderes pero en el fondo, no deja de ser esclavo de un Amo que no puede utilizarlo como querría porque, en realidad, lo único que desea ese Amo es dejar de serlo para así entregarse a la mujer amada. No vas a ganar el corazón de tu Ama con recursos banales ni con poderes. No existe magia de genio ni orden de sultán que pueda torcer las decisiones de Jasmine. Ella hace sus propias elecciones mientras que las otras princesas esperan pasivamente su validación a través de un enlace redentor.
Los finales felices de las historias de princesas son en realidad parciales, nunca sabemos que ocurrió después de las bodas. No sabemos si las princesas habrán sido felices al lado de sus príncipes redentores, modelando vestidos de fantasía o retratándose con sus flamantes bebés. Pero sí me consta que cuando se combinan una mujer libre y sexuada y un hombre enamorado, la buena onda se expande a su alrededor cual erótico Big-Bang. Por eso estoy segura es que Jasmine y Aladdin, ademas de ser felices por siempre, habrán velado eternamente por el bien de los habitantes de Akraba.