En la Argentina es el baile
del caño. En el mundo, el poledance. Símbolo moderno del striptease y condenado por inmoral y machista, el baile del caño ha ido ganando respetabilidad desde que comenzó a ser considerado una disciplina deportiva como la gimnasia artística.
El número de torneos de atletismo y fitness que incluyen al poledance como parte de
sus competencias va en aumento. La gente común y prejuiciosa no ha tenido más remedio
que empezar a aceptarlo. Por supuesto, siempre y cuando la bailarina aclare que lo practica como forma de ejercicio físico y no como baile sensual.
Es muy positivo que el baile del poledance
haya roto las barreras que lo ataban al ambiente del cabaret y también que muchas
mujeres que no tienen el físico y la belleza de una stripper (mujeres maduras, madres, trabajadoras o estudiantes) se
atrevan a experimentar a través de una danza el reconocimiento de la
sensualidad inherente al cuerpo femenino, una sensualidad que ha sido históricamente
reprimida y avergonzada.
No me ilusiono demasiado; la sombra del
juicio moral sigue estando omnipresente, en especial entre nuestras congéneres femeninas.
Las mujeres no hemos podido todavía derribar esa barrera que nos divide entre
chicas buenas y chicas malas y que tanto daño le ha provocado a nuestra sexualidad. Sabemos que las chicas malas se divierten más pero el precio que tienen que pagar es sufrir la estigmatización
constante y el rechazo social. El
poledance está asociado al bando de las malas que bailan exhibiendo el cuerpo sobre monumentales tacos altos de acrílico y mostrando ropa y movimientos provocativos. Su innegable provocación erótica es otro campo de batalla en donde se dirime ese conflicto milenario entre buenas y malas, entre santas y putas.
El argumento más común que utilizan quienes
denigran a las bailarinas de caño es que las danzas eróticas femeninas suelen estar promovidas por la mirada libidinosa
de los hombres que pagan por ver un show en donde la mujer se ofrece como mercancía al mejor postor. No importa si se quita o no la ropa o si lo hace por dinero o por placer; la chica
que baila en el caño suele ser considerada como parte de un sistema que degrada a la mujer mediante la objetivación y el vil comercio montado sobre el cuerpo femenino. Para evitar ser juzgadas, las bailarinas a las que les gusta practicar poledance deben alejarse de todo aquello que las relacione con las
strippers de los night clubs así como muchas mujeres dominantes en el ámbito del
BDSM se apresuran a aclarar que no tienen nada que ver con el mundo de las dominatrices profesionales.
No niego que una clase de poledance
puede ser más divertida que otras formas de gimnasia y puede tonificar muy bien
algunos músculos. Sin embargo, todas nosotras sabemos que cuando una mujer se
sube a una plataforma de poledance, no importa cual sea la rutina de
movimientos, hay algo inherentemente sexual y pecaminoso que empieza a flotar
en el ambiente. Cuando ella se mueve y se contonea al ritmo de la música, se vuelve una Scherazade moderna; una encantadora que embelesa a su
audiencia contando una historia con los movimientos de su cuerpo.
Yo soy de las que sostiene que si el poledance se afirmara definitivamente como una
disciplina atlética, el esfuerzo por buscar una
perfección cinética anularía el lado más sensual de la danza. El erotismo y la fantasía se disolverían dentro de las normas de una competencia cargada de reglamentos. La mujer que baila perdería esa íntima conexión con su propia
sexualidad y con su propio cuerpo. Aún la mirada libidinosa del hombre,
una mirada siempre cargada de deseo sexual, puede ser un
poderoso disparador de emociones y excitaciones para ella.
Si el originario carácter de danza sensual del
poledance es dejado de lado en nombre de la lucha feminista contra la objetivación de la mujer, lo que muchas de nosotras vamos a perder es una preciosa fuente de poder sexual femenino.
La bailarina que se contonea en el caño dibuja con sus movimientos una exhibición explícita de poder erótico. Quienes la condenan, sean hombres o mujeres, no tienen realmente un conflicto con el baile del caño ni con el striptease como tampoco lo tienen con el largo de las faldas o con la altura de los
tacones. Su conflicto real es con la sexualidad femenina, con el poder implícito que emana de ella y con la libertad de las mujeres para expresarla. La indignación ante la objetivación que sufre la mujer es sólo una excusa políticamente correcta para ocultar otra forma de castración machista.