Reconocer al BDSM como un juego que nos proporciona exquisitos placeres sexuales no es otra cosa que una vuelta a sus bases para limpiarlo de tanta charlatanería mística y educativa que lo ha infectado de seriedad. Una sesión de dominación no es otra cosa que un gran teatro en donde jugamos bajo condiciones controladas nuestras fantasías de dominación y sumisión. No sé, y no sé si querría saberlo, cual es la causa por la que yo me regocijo en esta clase de sexualidad y disfruto montando barrocas escenas cargadas de morbo en donde soy la sádica vestida de negro que goza sometiendo a quienes gozan sometiéndose. Lo que sí me importa, lo único que me importa en realidad, es que el juego me divierte mucho y estoy segura que así también lo vive mi esclavo marido y el resto de mis ocasionales partenaires.
Siempre me gusta ejemplificar lo que sostengo con alguna experiencia concreta. En este caso, es de algunos años atrás. Fue en una clásica reunión de mujeres en la casa de alguna de ellas, todas calzadas con chatitas menos yo, que llevaba botas cortas por encima del tobillo y con un taco alto suficientemente llamativo para que en un momento se volvieran el centro de la conversación. La verdad, yo no podría usarlas, decía una. Me encantaría ponérmelas pero no me animo, decía otra. A ella le quedan preciosas porque sabe combinarlas opinaba una tercera. Es que son mi fetiche, azoté yo sin compasión.
Recuerdo los instantes de tensa incomodidad que siguieron tras mi abierta confesión. De golpe, las botitas ya no eran moda, eran sexo. Yo no era una mujer sexy; era una mujer sexual. La sola palabra fetiche (y ni hablar de sadismo o sadomasoquismo) genera sentimientos poderosos pero contradictorios: es tanto lo que atrae como el temor que genera, un temor inherente a desatar fuerzas de obsesión y perversión incontrolables. Por más que las pasarelas de los grandes diseñadores exploten de cuero y vinilo, casi nadie interpreta la palabra fetiche como lo que en realidad es: una prenda de carácter mágico, una expresión sexualizada del glamour y la belleza femeninas.
Después las anécdotas y opiniones fluyeron durante rato largo, hasta que, la recuerdo especialmente, una de ellas dijo Por el tipo de taco alto, me hacen acordar a unas sandalias que tenía mi mamá. Yo siempre se las robaba y me las ponía a escondidas para jugar a ser princesa.
Jugar a ser princesa. Que hermoso concepto! Crees que las adultas ya maduras podemos seguir haciendo volar la imaginación y vestirnos para jugar? Jugar por el juego mismo, por divertirnos, disfrutar lo que sentíamos cuando niñas pero esta vez jugando con juegos de adultas. Jugar a ser princesa, a ser chica pinup, a ser stripper, a ser dominatriz, sin importarnos que tipo de cuerpo tengamos, sólo por el simple y puro deseo de gozar. Eso es lo que el fetiche nos proporciona.
Una mujer que domina a su pareja desde los fetiches puede transformarse en la encarnación misma de una diosa del sexo. Corsettes, lencería negra y sedosa, tacones altos, guantes largos, catsuits, botas, largas uñas rojas... desde hace siglos que las mujeres sabemos como ponernos bellas y deseables para jugar con el sexo y provocar adoración y deseo. Si queremos, podemos convertir a nuestro dormitorio en un playground de goces teatralizados. Eso es ser una dama fetiche y saber jugar el juego.
Las niñas que juegan a convertirse en princesas gracias a las sandalias de taco alto que casi seguramente su mamá ya no usa intuyen que sólo ciertas prendas femeninas poseen la gracia de ser transformativas y que esa transformación las hace más bellas. Ellas quieren ser princesas porque las princesas son bellas y saben que sin zapatos de taco alto no hay princesa.
La magia del fetiche (de los tacos altos o de lo que sea) reside en su poder transformador y en que ese poder es embellecedor. Ese poder nos abre la puerta para ir a jugar. Que decidas o no jugar el juego es algo que sólo depende de vos.
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