Es verdad, señora Roxy que su marido es su esclavo y Ud tiene un calabozo? Así y de similares maneras me han preguntado reiteradas veces si lo que hacemos es verdad. Mis respuestas suelen satisfacer la comprensible curiosidad de quienes me rodean pero cada vez que he contestado ese tipo de preguntas me ha quedado un regusto amargo: una incómoda sensación de que he dejado claro que la dominación femenina es un conjunto de juegos íntimos que nos provoca placer y refuerza los lazos amorosos pero por otro lado siento que he decolorado con lavandina mis negros hábitos de sacerdotisa del Marqués, los que me siento tan orgullosa de vestir.
No hay duda que nadie es esclavo de nadie y mi esclavo no es tal: así es como es feliz y además lo ha fantaseado toda su vida. Pero esa verdad es sólo una parte de la historia, la más visible y palatable. La otra parte, la oculta, dice que las mentiras y los cuentos que protagonizamos durante la intimidad del sexo son formas de expresión de una verdad escondida: muchas personas no estamos del todo satisfechas con la vida que llevamos en sociedad. Nuestras experiencias eróticas pueden ser satisfactorias pero sentimos que algo nos falta, aunque no siempre sabemos exactamente qué. Para aplacar ese sentimiento de frustración, construimos ficciones donde toda extravagancia es bienvenida. En la ficción del sado, somos Amas y esclavos. En la ficción del sissismo, ellos son ellas.
Toda esa fantasía de diosas paganas y despóticas junto a sumisos humillados que vemos y leemos en la pornografía sádica, hunde sus raíces en la experiencia humana, en sus vivencias, sus sueños, sus anhelos, sin que por ello tenga chances de materializarse. Cuando escucho a un sumiso decir que su Ama es real o que busca un Ama real, siento deseos de explicarle que no es la vida de una mujer la que determina si es una dominante real o no sino su poder de persuasión y su capacidad para crear la fantasía que nutre la experiencia sadofemenina. Tomar esa fantasía al pie de la letra, creérsela literalmente, sólo conduce a la frustración. Dian Hanson, editora y columnista de muchas de las revistas fetichistas más importantes de la historia del BDSM, dijo una vez que la vida real nunca será como la fantasía pornográfica y que justamente por esa limitación es que la fantasía pornográfica tiene sentido.
Se comprende fácilmente porqué tanto los esclavos como Nosotras somos tan aficionados a la extravagancia de la ropa y los accesorios fetichistas. No solamente existe el innegable efecto visual de vernos más bellas. El fetiche nos transforma en alguien muy diferente a como nos vemos en la otra vida, la real, de la que queremos huir. Por eso una dominatriz jamás se presenta en transición, como sí lo hacen las dragqueens, cuyo morbo reside en exhibir paso a paso su transformación. Nosotras aparecemos en escena frente al esclavo perfectamente montadas y en rol, para escapar de la manera más rápida posible hacia la irrealidad. Cuando empieza la sesión y las jaulas de la dungeon se cierran, las jaulas de la realidad se abren y salimos a ser la Otra.
Como la ficción del sado es un estado transitorio donde satisfacemos el apetito por una vida que no tenemos, el regreso a la realidad suele ser un golpe, a veces brutal, en donde comprobamos que los sueños sólo sueños son. Somos Cenicientas que nos tocan el reloj de las doce. Una travesti me lo confesó una vez en un baño de una discoteca swinger, Ustedes se desmaquillan y se van a dormir, a nosotras con el maquillaje, se nos van nuestras ilusiones. Porque vivir de a ratos la vida que queremos nos recuerda que la realidad siempre es más pobre y más opaca que aquello que soñamos.
Mario Vargas Llosa afirmó una vez, hablando de las novelas de ficción: La fantasía de la que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que deseamos. Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos. La ficción enriquece la existencia humana, la completa y, transitoriamente, compensa esa trágica condición que es la nuestra, la de desear y soñar siempre más de lo que podemos alcanzar.
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