Como
una continuación de la columna - semanario de noviembre de 2013, Tacos aguja, transcribo de El animal que calza. Erotismo del pie y del
zapato, el
breve capítulo en el que Abelardo Barra Ruatta nos lleva en un viaje
imaginario hasta Filipinas para ser testigos de la relación fetichista que dio
que hablar al mundo entero: los amores de Imelda y Ferdinando.
Imelda Romualdez es consciente de que su belleza, su abolengo y su
cultura habrán de proporcionarle acceso a los sitiales del poder socioeconómico
de Filipinas. Ensaya estrategias. Piensa que el modelaje puede ser un acceso
sencillo a sus objetivos: debe haber por allí un príncipe que calce exactamente
un alto tacón de oro en sus bellos piecitos. Un inesperado revés en la elección
de Miss Manila pone a prueba su
capacidad de presión, su vanidad y su deseo de poder ante el alcalde de la
capital que resarce su ambición con el más permanente título de Musa de Manila. Usará esa estratégica
capacidad de presionar con vehemencia para acceder a los círculos del poder
político. Ferdinando Marcos, joven congresista, cae fulminado de amor ante la
fogosa Imelda. En sólo once días de vertiginoso amor y alocados preparativos,
se casan. Tiene todo previsto. Sabe que le aguardan múltiples y embriagadores
noches de presencia social entre los detentadores de poder. Siente una enorme
certeza que su esposo llegará a la presidencia del país.
En medio de la pobreza de Filipinas, el glamour del matrimonio Marcos es
obsceno y provocativo. Ensayarán de consuno el uso de todos los medios de
corrupción política, social y económica existente. Esa armonía de fines
enlazaba como una exquisita complementariedad erótica y sexual en una
privacidad que custodiaban con celo. A Ferdinando le obsesionaba satisfacer
todos los deseos que se cruzaban por la sensorial imaginación de Imelda porque
en esas creativas demandas crecía en sabiduría amatoria.
Esa brutal (aunque refinada) sensualidad del poder fue una
característica fuertemente distintiva del dictatorial gobierno de los Marcos.
Cuando cayeron derrocados, el pueblo (y el mundo) se sorprendió con su
exquisitamente bella (y exagerada) colección de tres mil pares de zapatos. La mayor
parte de los mismos eran productos de los más afamados diseñadores del mundo.
Lo que la crónica, presa del comprensible desprecio que generaba el
conocimiento minucioso de los excesos de corrupción cometidos por el matrimonio
presidencial, no hizo fue incursionar seriamente en los juegos psicosexuales
que oficiaron como razón para la existencia de esa imponente colección de
zapatos. Imelda y Ferdinando habían confluido, desde el día en que se
conocieron, en el disfrute de una pasión erótica cuyo centro radicaba en la
tormenta que desataban los tacones altos. Durante toda su convivencia, no
dejaron un solo día de rodear a sus encuentros sexuales con el orgiástico
hechizo que supone en ciertas psicologías el ritual comercial de la
prostitución: cada orgasmo costaba un
par de exquisitos zapatos. Jamás hubo un éxtasis venéreo que quedara
impago. Intentaron, para experimentar otras variantes del
deseo, hacer el amor sin la mediación del pago en especie. Pero no podían: el
deseo, la pasión y el sexo funcionaban bajo la lógica de la más estricta y
sofisticada prostitución. El dictador, ardiente y bien dotado, se mostraba
impotente cuando no hacía de Imelda un cuerpo mercenario sobornable con el
precio de un costosísimo par de zapatos. El llegaba con los zapatos en una caja
de ébano: la abría lentamente y tras besarlos cuidadosamente, se entregaban a
juegos eróticos donde el protagonismo radicaba en el zapato. Ferdinando lo
lamía, lo succionaba, lo pasaba por la vagina y el ano de Imelda. La penetraba
y se penetraba suavemente con las partes puntiagudas de los zapatos. Jugaban el
largo y pautado repertorio de los fetichistas. Finalmente, se arrodillaba y,
con suma delicadeza calzaba los zapatos en los suaves y perfumados pies de
Imelda. La tomaba entre sus brazos. La echaba sobre la cama y la penetraba
largamente, casi como el sexo tántrico. Ella exhibía su total y magnífica
desnudez. Invariablemente ella siempre tenía puestos sus deseados tacones
altos.
Abelardo Barra Ruatta.
Estas son las historias de amor que me gustan. Gracias por compartirla, besos
ResponderEliminarQuerida Carol, no es fácil encontrar historias o reportajes como este pero seguimos buscando...
EliminarBesos
Sabía lo de el amor de Imelda por los tacones, que es una gran coleccionista de tan preciado objeto femenino, pero desconocía su gran historia de amor. Gracias Misstres Roxy por hacérnosla saber y darnos tu punto de vista. Maravillosa entrada.
ResponderEliminarBesossss
Ya lo sabes Merceditass. La regla número Uno: Todo se ve mejor desde las alturas.
EliminarNo soy psicologista ni a ganchos. Es más: nunca hice terapia. Pero leyendo por aquí y allá hay un par de opiniones de ese palo que opinan que el zapato de taco alto, para la mujer, inconscientemente, es el pene. Tomarlo con pinzas..... o con tacos!!!
ResponderEliminarMuchas veces escuché esa opinión. Nunca le creí demasiado.
ResponderEliminar