El Magazine Femdom de Mistress Roxy
domingo, 22 de junio de 2025
Magenta. Risate criminali
jueves, 12 de junio de 2025
Spanking (III). Fanny Hill
Fanny
Hill es considerada uno de los clásicos de la literatura erótica universal y durante
dos siglos sufrió no sólo censura y prohibición por inmoral, sino juicios y
condenas al autor y al editor. Todavía en 1960 se quemaron ejemplares en
Inglaterra y en España no conoció la luz en forma oficial hasta
1977.
Nacido
en Londres en 1710 y fallecido en 1789, John Cleland fue diplomático
además de escritor y su carrera le condujo, entre otros lugares, a Esmirna y
Bombay. Autor de varias novelas y obras de teatro, se dedicó también a la
filología inglesa y, con diferentes pseudónimos, al periodismo. Aunque durante
mucho tiempo se sostuvo que Cleland escribió Fanny Hill en
la cárcel, donde estuvo recluido por deudas, al parecer en la prisión sólo
pulió un texto ya escrito en 1730, cuyo título oficial es Memoirs of a woman of
pleasure.
El
libro está escrito en forma epistolar, como una serie de cartas que Fanny Hill
escribe a una mujer desconocida. Frances "Fanny" Hill es una joven
con una educación muy rudimentaria que vive en un pequeño pueblo cerca de
Liverpool. Al poco de cumplir los quince años sus padres mueren. Viaja a
Londres y después de una serie de vicisitudes, Fanny conoce a Miss Brown, quien
le da alojamiento a cambio de servicios sexuales pero debe compartir cuarto con
Phoebe, otra prostituta que la inicia en las delicias del amor lésbico y le
enseña el arte de satisfacer a los hombres. Desde ese momento, su vida como
pupila en distintos burdeles y como amante de varios hombres le permite mejorar
su estatus social, disfrutar al máximo del placer y conocer el amor romántico
de la mano del joven y rico Charles.
La
escena de los azotes en Fanny Hill se destaca por su profunda penetración
psicológica, lo que hace pensar que John Cleland conocía de primera mano los
efectos perturbadores de la flagelación en muchos esclavos sexuales.
Mrs
Cole, su madama, le presenta a … un tal
señor Barville, recién llegado a la ciudad y cliente de su casa; estaba
bastante perpleja ante la necesidad de proporcionarle una compañera adecuada,
punto de gran dificultad porque estaba bajo la tiranía de un gusto cruel: el
ardiente deseo, no sólo de ser despiadadamente azotado sino de azotar a los
demás…
Barville
sólo alcanza la erección después de ser azotado. Fanny se sorprende de que un
hombre joven de veintitrés años tenga semejante dependencia.
Lo
que hacía aún más extraño a este raro capricho era que el caballero era joven,
pese a que este gusto suele atacar, según parece, con la edad; la edad
determina que algunos sujetos se vean obligados a recurrir a esos expedientes
para acelerar la circulación de sus perezosos jugos y determinar que los
espíritus del placer confluyan hacia esas debilitadas y encogidas partes que
sólo cobran vida en virtud de los excitantes ardores creados por los castigos
de las partes que se hallan en el lugar opuesto.
Este
párrafo sugiere que John Cleland ya conocía las tesis de Johann Meibom y sus
seguidores acerca de la relación entre los azotes en las nalgas y la erección y
que también que era común que se ofreciesen servicios de spanking en los
burdeles a hombres mayores que no podían excitarse de otras formas, mucho antes
de que estas prácticas se popularizaran en la era victoriana.
Lo
que sigue es la descripción de una sesión BDSM, siglos antes que se definiera los
conceptos de la sigla. Fanny es vestida de blanco y presentada a Barville. La
descripción de la presentación es otra obra maestra de psicología.
Entonces
fui llevada hasta él por la señora Cole, quien me presentó; vestía, según sus
instrucciones, un deshabillé muy suelto, adecuado para los ejercicios a que
debería someterme. Todo era de un blanco uniforme y del lino más fino:bata,
enaguas, medias y escarpines de satín, como si fuera una víctima yendo al
sacrificio, mientras mis cabellos castaño oscuro caían en pesados bucles sobre
mi cuello, creando un agradable contraste de color con mis ropas. En cuanto el
señor Barville me vio, se puso de pie, con un visible aire de placer y sorpresa
y mientras me saludaba, preguntó a la señora Cole si era posible que una
criatura tan fina y delicada se sometiera voluntariamente a semejantes
sufrimientos y rigores como los que entrañaba esta misión.
En
cuanto la señora Cole se hubo ido, me sentó a su lado y la expresión de su cara
se modificó al mirarme, tomando una expresión de gran dulzura y buen humor, más
notable por el brusco cambio desde el otro extremo, cosa que según descubrí
después, cuando conocí más su carácter, se debía a un estado habitual de
conflicto y disgusto consigo mismo, por ser esclavo de un gusto tan particular,
a causa de un ascendiente constitucional que lo volvía incapaz de sentir ningún
placer si no se sometía antes a esos medios extraordinarios de procurarlos por
medio del dolor. La constancia de las quejas de su conciencia habían marcado, a
la larga, ese tono de amargura y severidad en sus rasgos, tono que era, en
realidad, muy ajeno a la dulzura natural de su temperamento.
Barville
sólo puede gozar mediante dar o recibir azotes pero no goza de su condición, es
un esclavo de la misma. Masoquistas y fetichistas de hoy podrían debatir este
mismo tema en foros BDSM. Nos gustaría poder gozar como goza el resto de la
gente? Si pudiéramos desconectarnos del BDSM, lo haríamos? En el terreno de la
psicología, Cleland ve claramente el estado habitual de conflicto y disgusto
consigo mismo. La expresión de Barville, parte amargura y parte dulzura se
anticipa doscientos años a la frase del psicólogo Theodor Reik cuando habla de
las dos caras de Jano del masoquista, una contorsionada por la angustia y otra
embargada del placer.
Barville
le explica a Fanny sus tendencias y luego ella lo prepara para la sesión. La
teatral naturaleza de la escena sado tiene una modernidad notable, podría ser
descripta en 1760 o en el siglo XXI.
Después de una cuidadosa preparación por medio
de excusas y aliento para que desempeñara mi papel con ánimo y constancia, se
acercó al fuego, mientras yo iba a buscar los instrumentos disciplinarios a un
armario; eran varias varillas, cada una hecha con dos o tres ramitas de abedul
atadas juntas; él las tomó, las tocó y las miró con mucho placer, mientras yo
sentía un estremecedor presagio. Luego, trajimos desde el extremo de la
habitación un gran banco, vuelto más cómodo mediante un cojín blando con un
forro de calicó; cuando todo estuvo listo, se quitó la chaqueta y el chaleco y,
así que me lo indicó, desabotoné sus calzones y levanté su camisa por encima de
la cintura, asegurándola allí; cuando dirigí, lógicamente, mis ojos a
contemplar el objeto principal en cuyo favor se estaban tomando estas
disposiciones, parecía encogido dentro del cuerpo, mostrando apenas la punta
sobre el matorral de rizos que vestía esas partes...
Inclinándome
entonces para soltar sus ligas me ordenó que las usara para atarle a las patas
del banco, un detalle no muy necesario, supuse, ya que él mismo lo prescribía,
como el resto del ceremonial. Lo llevé hasta el banco y, de acuerdo a mis
instrucciones, fingí obligarlo a acostarse allí, cosa que hizo después de
alguna resistencia formal. Quedó tendido cuan largo era, boca abajo, con un
cojín debajo de la cara; mientras yacía mansamente, até sus manos y sus pies a
las patas del banco; hecho esto y con la camisa subida por encima de la
cintura, bajé sus calzones hasta las rodillas de modo que exhibía ampliamente
su panorama posterior, en el que un par de nalgas gordas, suaves, blancas y
bastante bien formadas se levantaban como cojines desde dos carnosos muslos y
terminaban su separación uniéndose donde termina la espalda; presentaban un
blanco que se hinchaba, por así decirlo, para recibir los azotes.
Tomando
una de las varillas me coloqué encima de él y de acuerdo a sus órdenes le di
diez latigazos sin tomar aliento, con muy buena voluntad y el máximo de ánimo y
vigor físico que pude poner en ellos, para hacer que esos carnosos hemisferios
se estremecieran; él mismo no pareció más preocupado o dolorido que una
langosta ante la picadura de una pulga. Mientras tanto, yo contemplaba
atentamente los efectos de los azotes que, a mí, por lo menos, me parecían muy
crueles...
Yo
me sentí tan conmovida ante ese patético espectáculo que me arrepentí profundamente
de mi compromiso, y lo hubiese dado por terminado, pensando que ya había tenido
bastante, si no me hubiera animado y rogado encarecidamente que prosiguiera; le
di diez azotes más y luego, mientras descansaba, examiné el aumento de
apariencias sangrientas. Finalmente, endurecida ante la visión por su
resolución de sufrir, continué disciplinándolo con algunas pausas, hasta que
observé que se enroscaba y retorcía de un modo que no tenía ninguna relación
con el dolor sino con alguna sensación nueva y poderosa; curiosa por comprender
su significado, en una de las pausas, me acerqué, mientras él seguía agitándose
y restregando su vientre contra el cojín que había abajo y acariciando primero
la parte sana y no golpeada de la nalga más próxima a mí e insinuando después
mi mano debajo de sus caderas, sentí en qué posición estaban las cosas
adelante, cosa que resultó sorprendente: su máquina, que por su aspecto yo
había considerado impalpable, o por lo menos diminuta, había alcanzado ahora,
en virtud de la agitación y el dolor de sus nalgas, no sólo una prodigiosa
erección sino un tamaño que me asustó hasta a mí, un grosor inigualado, por
cierto, cuya cabeza llenaba mi mano hasta colmarla...
Pero
cuando sintió mi mano allí me rogó que continuara azotándolo con fuerza, porque
si no, no llegaría a culminar su placer. Retomando entonces las varillas y el
ejercicio, había consumido ya tres haces cuando, después de un aumento de las
luchas y movimientos y uno o dos profundos suspiros vi que se quedaba inmóvil y
silencioso y luego me rogaba que desistiera, cosa que hice instantáneamente,
procediendo a desatarle…
Luego,
percibí claramente en el cojín los rastros de una efusión muy abundante; su
holgazán miembro ya había vuelto a su viejo refugio, donde se había ocultado,
como avergonzado de mostrar su cabeza que nada, aparentemente, podía estimular
más que los golpes que se asestarán a sus vecinos del fondo, vecinos que se
veían constantemente obligados a sufrir por causas de sus caprichos…
Fanny no goza con los azotes, no es sádica. Pero tampoco es masoquista por lo que no disfruta cuando a su vez Barville la azota. Es otra escena que podría ser descripta hoy dado que es muy común que los spankees sean spankers si las condiciones lo ameritan. Se reitera la ceremonia pero al revés; las nalgas de Fanny son expuestas ritualmente para ser azotadas. Luego de la sesión, ambos comen y beben y Fanny intenta concretar un coito, pero nuevamente debe recurrir a azotar a Barville para lograr la deseada erección.
La descripción detallada y psicológica de esta sesión sadomasoquista claramente supera la intención porno de excitar al lector. Al definir el estado habitual de conflicto de Barville, John Cleland intenta encontrar una explicación a esta forma de obtener placer, que hoy incorporamos sin objeciones dentro de la sexualidad BDSM.
Pero lo más pervertido en Fanny Hill no es la descripción de los episodios sexuales ni siquiera cuando hay azotes, sino su triunfante epílogo. Felizmente casada con un marido que la adora, Fanny se emparenta lejanamente con la Juliette del marqués de Sade. En Fanny Hill, una vida de vicios es recompensada con el amor de un hombre y el ascenso social, sin purgatorios previos ni castigos ejemplificadores. Sado, Sensual y Femenina Fanny.
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