Media hora de viaje y estaba ya en ese lugar, plagado de clientas mal vestidas, con dos o tres vendedoras mal pagas, alfombras raídas, una escalera caracol por donde las cajas eran subidas y bajadas y sin lugar para probarse los zapatos y mucho menos botas. Pero a mí, esta vez, no me interesaba probarme nada. Pedí que me trajeran el par de botas blancas de charol de la vidriera, numeración cuarenta y tres. Por supuesto, la joven que atendía, intentó cumplir con mi pedido sin demasiado entusiasmo. Resumiendo, las únicas que había eran cuarenta y cuatro, un número más que el que correspondería, pero por lo menos me iba aproximando. Decidí llevarlas; mi elegido sólo tendría que usar con ellas un par de medias gruesas por debajo de las sublimes lycra pantyhose ultraopacas que ya le había asignado en mi imaginación.
Cuando despues de pagarlas de contado, billete sobre billete, salí del decadente lugar con las acharoladas mal envueltas en una bolsa de feria barrial (la caja no existía porque estaba deshecha), lo hice con una sonrisa de complicidad ante mi libido en franco ascenso y me dirigí hacia la estación de subterráneo. Para mi sorpresa, sobre la vereda, me topé con una mujer negra (luego me dijo que era nacida en Sudáfrica) que vendía esas pelucas baratas, sintéticas, de kanekalón. Sin dudarlo, le pedí la más larga y rubia. Sólo tenía una, de un rubio oscuro (quiero decir que no era la típica platinada marilyna) pero bastante larga y a como venían las opciones, era la única decente por esa zona. Obviamente me la entregó apenas envuelta en una bolsita de nylon y dándome escasas instrucciones sobre cómo mantenerla y falsas promesas que habría mas rubias para la semana siguiente y al mismo precio.
Los demás elementos para travestir a mi Marilyna serían provistos por mi propio guardarropa con prendas y accesorios largamente usados en combates sexuales y que habían sido descartados por quedarme grandes de talle o ensanchados o algo gastados de tanto lavarlos. Todos bien traqueteados por años de puteríos indiscriminados. Ninguno de primera marca francesa, ninguno para uso discreto por parte de una señora, sino todo lo contrario: atuendos juveniles, brillosos, de colores bien estridentes. Me gusta que mis Marilynas sean muy llamativas. O tal vez, lo que me gusta es que sean muy putas.
Rutina por medio de la cena familiar, aun él no se había percatado del maltrecho paquetón oculto en el píso de su placard. Yo me sentía otra vez como en las épocas en que ocultaba los regalos a los niños para Navidad. Ya cerca de la hora de ir a dormir, durante la ducha de él, desplegué en la intimidad del dormitorio, sobre el cubrecama todo aquel tesoro de Marilyna. Parecía, o al menos así era para mi ansiosa mirada, que todo aquello era el contenido del cofre de un corsario, lleno de joyas preciosas y desconocidas, brillantes, resplandecientes, valiosísimas. Alhajas sissificantes.
Lo que sigue quedará para siempre atesorado en nuestra memoria de pareja, en nuestra intimidad. Así lo he decidido. Todas las sonrisas de Bettie desplegadas, pero esta vez por ambas. Feminización forzada.....o no tan forzada. Mujer y sissy: un mundo tan audazmente marilyno, sado, sensual y femenino.